Somos humanos,
pero hay un porcentaje con ropas, con un ligero barniz que los cubre; un término medio, y otro pequeño, donde la humanidad es notoria.
Pedaleando entre
tanto gris del
barrio , se encontró
con el circo.
Nunca había espiado un
circo. Apoyó su
bicicleta en la
valla amarilla, y comenzó a
sentir que el viento le borraba las costumbres, le despejaba el
cansancio, desandaba vejez y
aburrimiento. En ese hueco del
recuerdo, el viento rebotaba en una y
otra jaula como en su infancia.
Se
topó con acróbatas,
leones cabizbajos, una
pantera que dormía.
Volvió al día
siguiente y todas
las mañanas , a veces por
la tarde. El
guardián sonreía al
verlo llegar. Espió
vaivenes de payasos,
ensayos de acróbatas,
y sintió tristeza
por los animales
en cautiverio. Su
cara flaca y
arrugada formó parte
de la valla
perimetral del lugar.
Lo
dejaron franquear el
portón de entrada.
Él se apoyó
en la barra
de hierro próxima a
los jaulones, y miró a
los felinos. Al
cuidador no le pareció extraño, había comprendido que
se sentía vinculado
a los animales,
que algo lejano
en el tiempo
lo unía a ellos.
Participaba en
la alimentación de
perros monos y
leones, mientras conversaba
con ellos. Entonces veía a los felinos
amontonados en el
mezquino piso de
madera , mirando con
ojos turbios a
los que se
acercaban, apoyando la
cabeza contra los
barrotes.
Avergonzado, sentía
la injusticia de esos
cuerpos inmóviles y
silenciosos, aplastados en
el piso. Imaginaba al
león más joven en un mundo verde y exuberante, donde sobraba
el espacio. Veía su
cuerpo elástico y sigiloso
condenado a la
inmovilidad.
Apoyado en la barra, intentaba penetrar la
expresión ausente, buscaba acercarse a los ojos enormes, ingresar a ese mundo
salvaje. Ellos lo miraban, inmóviles, orientando sus orejas, olfateando. Tal vez captaban su esfuerzo por entender lo
impenetrable de sus vidas. Los animales
lo reconocían, lo toleraban. Los leones movían los
enormes dedos de una
u otra pata,
clavando las uñas
en la madera.
Los jaulones eran
tan chicos, que
apenas giraban el cuerpo
daban contra los
barrotes.
Esa inmovilidad obligada
hizo que se
acercara atraído, la
primera vez que
los vio. Era
peor que lo observado
de niño en
las grutas de piedra
del Jardín de Niños. .
Al fin creyó entender
la actitud secreta que
expresaban : transgredir el
tiempo con una
postura indiferente. El
movimiento repentino de
sus garras contra
la madera le
probó que eran
capaces de evadirse
de esa apatía
en la que se
sumergían horas enteras.
Lo
obsesionaban sus ojos,
la delgada línea
vertical y negra
en el globo
amarillo verdoso, su
profundidad, que paulatinamente parecía menos insondable.
Entonces percibió que
se estaban acercando.
No
hubo nada de
extraño, eso tenía que
ocurrir. Cada vez el
reconocimiento era mayor.
Cada fibra de
su cuerpo sufría
una tortura indecible, un
sufrimiento rígido en el piso
de la jaula.
Espiaba algo, un
remoto tiempo de
libertad amordazada en
que el señorío
había sido de
los leones.
Volvió
muchas veces atormentado. Ellos
y él lo
sabían. Su cara
pegada a los
barrotes, sus ojos
comprendiendo el misterio
de esos otros
ojos.
Sin
violencias , sin sorpresa,
el león recuperó
el brillo en
su mirada y
la elasticidad de
su cuerpo.
Los
vecinos notaron la
ausencia de don Francisco. A
nadie le pareció extraño que en los ojos de uno de los leones, sonriera
don Francisco.
roberto a. merlo
.